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MONTAÑAS POR ALFREDO

ANDORRA VERANO 2012
Por Alfredo Muñiz

NOTA: Esta es una versión personal y subjetiva del viaje, aunque cualquier parecido con la realidad no es mera coincidencia. Pretendía ser un relato breve pero a medida que fui escribiendo me venían a la memoria nuevas imágenes que no podía rechazar, os ruego un poco de paciencia. Ha sido escrito de memoria y de una sola vez, sin revisiones ni correcciones, así que os pido que me  disculpéis si encontráis algún error literario o en algún dato temporal, a veces la memoria distorsiona la realidad. Muchas gracias y un saludo.

ANDORRA, ENTRE LA TIERRA Y EL CIELO.
PRÓLOGO
                Este relato es la crónica del viaje que realizamos a Andorra en Agosto del 2012. Nuestro proyecto consistía (o así lo entendía yo) en pasar unos días en contacto con la naturaleza, convivir con los compañeros fuera de la rutina diaria y ascender a los picos más altos desde donde podríamos divisar una vista maravillosa del paisaje pirenaico. También “intuía” que habría algo de escalada por el material que llevábamos y algunas prácticas que habíamos realizado algunos días antes. Pero ese era un asunto en el que casi prefería no pensar dada mi propensión al vértigo, por no decir pánico a la altura.

                Desde pequeño me ha gustado la montaña y subirme a las rocas ha sido siempre un placer para mí, pero mi experiencia no ha pasado de “escalar” piedras de tres o cuatro metros de altura. Cuando escuchaba  a los compañeros hablar de “vías ferratas”, puentes himalayos o “pasos de fe” se me hacía un nudo entre el pecho y el estómago que me invitaba a poner alguna excusa para quedarme en casa. De hecho unos días antes me extrajeron una muela y pasé unos días malos que a punto estuvieron de hacerme desistir.

                Pero no soy yo de los que incumplen una palabra dada si no es por una absoluta imposibilidad, de modo que allí estaba a las seis de la mañana, sin haber dormido (habíamos ido al teatro la noche anterior y había fiesta en el pueblo) esperando que los compañeros de Santa Ana  me recogieran y sin saber con certeza donde iba y cómo podría afrontar las situaciones que hubieran de presentarse.

EL EQUIPO
                El grupo que había decidido emprender la aventura estaba formado por ocho personas, siete hombres y una mujer, Marta, una chica joven, que demostró ser fuerte y valiente como el que más, (mucho más que yo, por supuesto) pero a la vez de aspecto sensible, tierna y  enamorada, tan frágil y vulnerable que parecía que una simple mirada de desaprobación podría hacerla llorar.
                Hacía pareja con Miguel, “Miguelón”, un vasco de chapela roja afincado en Andalucía. De todos es sabido que los vascos, sobre todo los de Bilbao, pueden nacer donde les de la gana. Es un muchacho inteligente, muy preparado, homologador de todo tipo de materiales, y solidario y comprometido, como Marta. Parece tener mucha experiencia en la montaña, aunque a veces confunde un ridículo llano de un metro cuadrado con La Plaza de las Monjas (esta es la plaza más grande de Huelva). También demuestra un gran sentido del humor capaz de sacarle punta a cualquier comentario. Sus imitaciones de Faemino y Cansado la noche antes de volver, sentados en la penumbra del  bar del camping, me parecieron prodigiosas.
                Viene con nosotros también Santiago Emilio, “Santi” para los amigos. Santi es de La Corte de Santa Ana, y eso marca mucho, aunque vive en Aracena con su mujer y sus dos hijos, un niño y una niña. Durante todo el viaje dejó ver que es un hombre sensible y generoso, muy apegado a su tierra y su familia.  Se sentía preocupado por iniciar una aventura que podría entrañar algún riesgo, no por lo que pudiera ocurrirle a él, sino por lo que podría suponer para sus niños y su mujer. Por supuesto, de ningún modo estaba dispuesto a regresar sin traer algún regalo para ellos. Y lo consiguió. Por cierto, su nivel de despiste tampoco es desdeñable.
                Jara, de la Presa de Santa Ana, es otro miembro del equipo. Corpulento, fuerte y seguro de sí mismo, con una cultura y experiencia que se me antoja un hombre del Renacimiento. No hay nada que no conozca o haya experimentado: espeleología, submarinismo, taekwondo, baloncesto…. Tiene también gran experiencia en la montaña y conoce todo tipo de técnicas, materiales, nudos, equipamientos….. Puede hablar con propiedad de cualquier tema: coches, motos, viajes, paises , arte, educación, ciencia…. Su bagaje y seguridad me hacen sentir pequeño a su lado, aunque también se mostró cercano, amable, solidario y generoso durante todo el viaje.
                Paco, también de Santa Ana, amigo y compañero de trabajo en la escuela. Ya hemos compartido antes un gran viaje, pero muy diferente a este. Aquello fue al Caribe, a Cuba, a unas playas de aguas turquesas y templadas, entre hamacas, cocoteros, cervezas y daikiris al pie de la piscina, a nivel del mar, a ras de suelo. Esto de ahora es otra cosa.  Paco es ordenado, meticuloso y buen compañero. En esta aventura somos los dos novatos pero su afán de superación le lleva a meterse en estos charcos aunque, al igual que yo, no las tenga todas consigo. En algún momento difícil sintió su orgullo herido pero fue razonable, comprendió sus límites y se retiró antes de cometer alguna imprudencia.
                José Antonio, director de la escuela y alcalde de Santa Ana. También amigo. Hombre activo e incansable. Los límites físicos y temporales no suponen para él ningún obstáculo, a pesar de algunos achaques en la espalda y la rodilla que a cualquier otro mantendrían sentado. Se apunta a todo y no ha terminado una cuando ya está pensando en otra aventura. Este viaje lo afronta después de haberse abrasado una pierna y un pie con un producto desatascador. Pero hace falta mucho más para hacerlo renunciar.  Nunca tiene suficiente. Su frase favorita es: “Ya que estamos aquí vamos a seguir. Cuándo vamos a volver otra vez”.
                El teléfono móvil forma parte de su anatomía, jamás se separa de él. Constantemente está llamando o recibiendo llamadas de las más variadas procedencias y temáticas, lo mismo habla con un delegado del gobierno sobre un proyecto del pueblo como de echarle de comer a la burra. Todo lo ordena y planifica a través del auricular, aunque esté a cientos de kilómetros de distancia.
                Pero tiene un secreto para poder mantener este ritmo frenético: su habilidad para dormir en el coche. En cuanto tiene dos minutos libres es capaz de quedarse dormido, despertar para atender cualquier cuestión y volver a dormirse. Lo primero que hizo al subir a la furgoneta que nos llevaría a Andorra fue buscar el mejor lugar para poder  poner en práctica esta habilidad suya. Cuenta además con un curioso sistema para mantener sujeta la cabeza mientras duerme: se la ata con un cinturón contra el cabecero del asiento. Es algo nunca visto.
                Y Mariano, nuestro guía y jefe de la expedición. Es el máximo responsable y encargado de aportar el material y el itinerario a seguir. Hombre de manos fuertes y callosas y piel (la que no le cubre la camiseta) curtida por el sol, el viento y la nieve. Es una persona experimentada en la organización de actividades en la montaña y un gran líder, sereno y enérgico, con una cualidad que aprecio mucho en una persona que es responsable de otros: es capaz de dudar, reflexionar, admitir un error y rectificar, en caso de no verlo claro, una idea anterior. En este viaje me aportó la seguridad y confianza necesarias para poder superar el miedo que siempre he sentido por la altura. Creo que sin su apoyo no lo habría conseguido.
                Por último, no quisiera terminar la presentación de este extraordinario grupo sin nombrar al que hizo posible que llegáramos a nuestro destino y regresáramos a casa sanos  y salvos: la furgoneta de Mariano.  Curtida en mil batallas, como su dueño, nos acogió como una madre generosa.  Tal vez de aspecto un poco achacosa y necesitada de algunos retoques (no funciona el aire, la ventanilla se cierra con un listón de madera, algún reposacabezas desmayado, manchas de humedad en el techo…) sin embargo fue capaz de trasladarnos a todos nosotros y nuestro abultado equipaje durante más de dos mil kilómetros, en medio de un calor sofocante, sin una queja ni un desmayo, excepto el sonido de un grillo ya familiar y sedante.


EL VIAJE.
1ª Jornada.-
                El domingo 5 de Agosto a las 6,10 h. de la mañana había quedado en el cruce de Alájar con los compañeros de Santa Ana que pasarían a recogerme para encontrarnos con los demás en Aracena. Hacía fresco y llevaba, como ya he señalado, toda la noche sin dormir. A las 6,30 h. empecé a preocuparme porque nadie llegaba, aunque en realidad no era extraño, siempre suele ocurrir algo cuando quedamos temprano. Esta vez fue el coche de Paco que, inexplicablemente y a pesar de su juventud, encendió todas las luces de alarma y se negó a arrancar. Cosas de la tecnología moderna.  Hubieron de trasladar todo el equipaje al cochecillo de Jara que, a pesar de su edad y su mecánica anticuada, no opuso, sin embargo, ninguna resistencia. Se me antoja una metáfora de nuestra sociedad actual. En fin…
                Una vez que conseguimos salir de Aracena nos quedaba por delante una larga jornada de casi mil kilómetros sentados en la furgoneta. Alguno, más experimentado, eligió su sitio: al parecer el asiento trasero izquierdo era el ideal para intentar dormir durante la larga travesía. A él (?) no le supuso ningún esfuerzo. Los demás nos acoplamos como pudimos. Mariano, Jara y Miguel se turnaron como conductores durante el viaje. A los demás, a pesar de saber conducir, quizás nos faltó decisión y no dijimos nada.
                Durante todo el día atravesamos la península de sur a norte con breves paradas para desayunar, almorzar y tomar un café a media tarde. El paisaje, en su mayor parte es desolador;  plano, árido y caliente como una plancha: La Mancha, Los Monegros…. Hasta entrar en Cataluña y las estribaciones pirenaicas no se empieza a encontrar algo de verdor y variedad.
                Al llegar a Andorra todo cambió. Las interminables llanuras castellanas y aragonesas dieron paso a unos impresionantes macizos montañosos y unos valles profundos por donde la vida corría en forma de torrentes de agua fresca y transparente. (Me parece que me estoy poniendo muy poético). Sigamos.
                Al fin llegamos a la ciudad, Andorra La Vella y, tras callejear un poco buscando el sitio, encontramos el Albergue La Comella, nuestro lugar de residencia durante esos días. Nuestro objetivo era llegar antes de las 21,30 h. para poder cenar en el albergue y, con algunos minutos de retraso,  lo conseguimos.
                El personal nos recibió muy amablemente a pesar del retraso y nos ofreció una estupenda cena: una excelente ensalada y unas sustanciosas albóndigas con arroz. (Después comprobaríamos que el arroz nunca faltaba). Durante la cena Mariano tuvo uno de sus momentos de gloria con la interpretación de  un chiste que nos hizo saltar las lágrimas. El “apun pun, apun pun” final fue apoteósico. Es para vivirlo.
                  Se nos asignó una habitación, la número 11, para nosotros solos, con diez literas y , una taquilla, con cerradura de euro, para cada uno.  Lo sentí por Marta, la pobre tendría que soportar durante varias noches el ruidoso dormitar de siete hombres no siempre delicados. Para empezar ya J. Antonio “rompió el hielo” a su manera. (?)
                Al fin, después de una ducha reparadora y algunas necesidades satisfechas, bajamos para ver en la televisión la impresionante carrera de Usain Bolt en los 200 m. libres y luego nos fuimos a dormir. Al día siguiente nos esperaba una dura jornada.

EL ALBERGUE
                El albergue de La Comella se encuentra situado en Andorra La Vella. Después de pasar algunas rotondas de la carretera principal se gira a la derecha en una de ellas (está indicado) y se asciende por una carretera que serpentea por la ladera de una montaña enorme. Hay que conducir con cuidado y estar atentos en una de las curvas porque alguien tiene la costumbre de dejar aparcado a la derecha un enorme remolque y a veces dos.
                En la ascensión se pasa junto a un centro penitenciario, un mal augurio que siempre te hace reflexionar sobre el comportamiento que debes mantener durante tu estancia en el principado.
                Finalmente se llega al albergue que presenta un aspecto inmejorable. Está situado a la derecha de la carretera frente a una pequeña plantación de tabaco que, por lo que se ve, parece ser el cultivo más frecuente en este territorio y que, según nos cuentan, el gobierno compra toda la producción a los agricultores.  Desde allí se divisa una increíble vista de la ciudad de noche y de los impresionantes macizos montañosos situados al otro lado de ella. Al disponer de poco terreno donde construir, la mayoría de las casas cuelga literalmente de la falda de la montaña, que va siendo peligrosamente ganada para la civilización. Esperemos que algún día la naturaleza no quiera recuperar lo que es suyo y lo engulla todo en medio de un alud de tierra y rocas.
                Como decía, las instalaciones del albergue son magníficas: modernas, limpias y bien acondicionadas. Consta de tres plantas, la primera a ras de calle y las otras dos hacia abajo, abiertas por detrás en grandes terrazas hacia las montañas vecinas. En la primera planta se encuentra la recepción y a su izquierda el comedor, muy amplio, y la cocina. A la derecha un pasillo con habitaciones a la izquierda y aseos a la derecha.
                Bajando por una escalera amplia con barandas redondas se accede a la segunda planta. Al final de la escalera está instalado un rocódromo de 4  o 5 metros de altura y otras tantas vías con colchonetas de protección en el suelo. Junto a él hay una mesa de billar europeo que no pudimos utilizar porque no había palos ni bolas (que mal suena esto). A la izquierda una puerta conduce a una estancia que no pude ver y a la derecha otro pasillo con habitaciones, similar al de la planta primera. La nuestra, la primera a la izquierda. Frente a ella los aseos masculinos, con varias duchas y váteres y dos lavabos en forma de abrevaderos con varios grifos. Un poco más adelante está el de las chicas.
                A la tercera planta se accede de manera similar. Allí, a la derecha se abre el pasillo con las habitaciones y servicios y,  a la izquierda, se encuentra un gran salón de juegos y televisión con varios sofás y una mesa de ping pong (las paletas deberían ser renovadas). Adosada a la pared izquierda una estantería baja con algunos libros y juegos de mesa. La pared derecha está acristalada y por una puerta se accede a la terraza.
                En el exterior del edificio hay una pista combinada de fútbol sala y baloncesto con suelo de moqueta verde (es muy ingeniosa la combinación de portería y canasta), y más abajo, otra pista de fútbol y volley playa con arena y sin red.
                En general toda la instalación es bastante agradable y acogedora, y su precio bastante asequible, por lo que nos sorprendió que, a excepción de dos chicas francesas, fuéramos los únicos ocupantes y, que según nos dijo el recepcionista, no había mucha ocupación en invierno. Supongo que, tal como están ahora las cosas en España, con esta rentabilidad, estaría cerrado. En fin, el presidente francés y el obispo de La Seo sabrán lo que hacen.

2ª Jornada
                Al amanecer del lunes, día 6, comenzaba nuestra verdadera aventura. Después de asearnos y vestirnos tomamos un buen desayuno a base de zumo de naranja, cereales y leche, y unas sorprendentes tostadas para las que no hizo falta tostadora. Más bien se trataba de rodajas de pan duro bien aprovechado y tostado (Cataluña está cerca). A pesar de nuestra sorpresa inicial, los últimos días ya nos habíamos familiarizado con ellas y, quizás después, hasta las echaríamos de menos.
                Al  hacer los preparativos para la salida me tranquilizó ver que no llevábamos material para la escalada, sólo la mochila y los bastones. Eso quería decir que todo el itinerario era seguro y que, por muy duro que fuera el ascenso, no tendría que hacer frente a ninguno de mis temores.  Se trataba de alcanzar la cima del Comapedrosa, el más alto de los picos de Andorra, a unos 2.900 y pico de metros de altura.
                Dejamos la furgoneta en las últimas casas de las afueras de Arinsal, parroquia de la Massana y, después de cruzar un túnel en la carretera, comenzamos la subida. El día era excelente y, aunque se anunciaba algo de lluvia por la tarde, esta no hizo su aparición.
                La primera parte de la ascensión presentaba un aspecto alpino impactante, una senda entre árboles frondosos y una gran variedad de especies de arbustos, plantas medicinales y aromáticas: Gencianas de flores azules, Rododendros, Gayubas de fruto rojo, fresas silvestres y arándanos, entre otras. Arroyos de aguas transparentes y frías bajan con fuerza desde arriba.
                La subida es dura pero se hace llevadera por su discurrir en zigzag. Desde lo alto hay una vista impresionante del valle. Con los prismáticos podíamos divisar nuestra furgoneta allá abajo esperando nuestro regreso. Por delante un pico imponente que oculta la cumbre hacia la que nos dirigimos.  A cada paso Santi comenta: “Esto merece una foto”.
                Mediado el ascenso nos encontramos con el Albergue de Comapedrosa situado en un balcón privilegiado a salvo de aludes y avalanchas, junto a un lago fruto del deshielo a estas alturas del verano. El albergue está ahora vacío y atendido por una mujer y dos chicas jóvenes. En la entrada una estantería con zapatillas para cambiarse las botas antes de acceder a la calidez del suelo de madera. A alguno (?) que se saltó el trámite le llamaron la atención. La mujer nos comentó que estaba abierto de Junio a Septiembre y cerraba en invierno por la dificultad de subir los víveres con la nieve. A principios del verano subían con un helicóptero lo más pesado y el resto de los alimentos había que subirlos a hombros cada varios días. Un trabajo muy duro.
                El lugar, sin embargo, me pareció tan bonito que comenté que no me importaría quedarme allí una buena temporada, y bromeé con los compañeros a que dijeran en casa que me había perdido (si preguntaban).
                Después de descansar un rato y secar nuestras camisetas al sol continuamos la ascensión por un paisaje con menos vegetación y cada vez más seco y pedregoso. Sobre mediodía estábamos ya haciéndonos fotos y firmando en el cuaderno de la cima. ¡Habíamos conseguido nuestro objetivo!  Lo cual parecía no haber sido una gran hazaña ya que, allí mismo, nos encontramos con una familia, que también había llegado ¡con un niño y una niña de 8 años!
                El hombre era francés y la mujer española, y alguien indicó que podrían ser divorciados que habían formado pareja y cada uno aportaba un hijo de su anterior matrimonio. El cansancio y la falta de oxígeno a veces conducen a este tipo de elucubraciones mentales.
                Después de las fotos y las despedidas buscamos un lugar en medio del pedregal y recobramos fuerzas con los bocadillos que habíamos preparado en casa. Marta y Miguel compartieron los suyos con Mariano, que no llevaba. Creo que los demás nos dimos cuenta tarde del detalle.
                Una vez repuestos iniciamos una tortuosa bajada por los restos de una avalancha de piedras interminable. El descenso resultó ser más duro que la subida (hecho que para mí se repitió cada uno de los días). Aquí comencé a sospechar que las botas que llevaba no eran las más adecuadas para este tipo de terreno. Durante el resto de los días hube de padecer este contratiempo.
                Marta se torció un tobillo a mitad de la bajada y la pobre tuvo que sufrir bastante para terminar el descenso. Fue una nueva oportunidad para demostrar su fortaleza. No deja de sorprenderme su voluntad y coraje.
                Por fin salimos a un terreno limpio de rocas a donde desembocaban varios arroyos que caían desde lo alto. Un grupo de vacas pastaba tranquilamente, ajenas a nuestro paso, cerca de un albergue sin vigilancia en el que dos chicos extranjeros (bueno, allí todos lo éramos) se cambiaban de ropa. La instalación no estaba mal para estar abierta y sin guarda. Contaba con un botiquín con algunos medicamentos y varias literas con colchones, estos sí bastante deteriorados y sucios. Un poco más abajo encontramos otro pequeño albergue en el que una chica nos saludó a la puerta mientras algún otro dormía en su interior.
                Ya casi terminado el descenso, una fuente de agua fresquísima, entre gayubas de fruto rojo, nos alivió de la sed y el calor de la caminata, entre algún que otro remojón “de broma”.
                De allí en adelante ya fue casi todo un correr (literalmente,) por una estrecha senda entre pinos, hasta la carretera. Cruzado de nuevo el túnel, ahora en sentido inverso al de la mañana, llegamos al aparcamiento donde nuestra furgoneta nos había esperado paciente durante horas.
                Antes de salir de nuevo hacia el albergue tomamos unas cervezas y, Mariano y yo, disfrutamos del placer de fumar dentro de un bar. El, Jara y Marta aprovecharon también el ratito para practicar algunos nudos de fantasía con un pequeño cordel.
                Terminado el refrigerio salimos hacia el albergue, o eso parecía, porque antes tuvimos que dar varias vueltas de gasolinera en gasolinera para buscar hielo y aplicárselo a la rodilla de Santi que había sufrido un esguince. En ninguna pudimos encontrarlo, quizás porque allí en invierno hay mucha nieve y no lo necesitan vender o, tal vez, porque Miguel, con su chapela roja encasquetada, fue el encargado de preguntar por él.
                Al final tuvimos que buscar un aparcamiento en el centro, casualmente junto a una feria. Mientras unos iban a buscar el hielo, a otros se les ocurrió dar una vueltecita por los “cacharritos”. Confieso que, después de la caminata y las ganas que tenía de ducharme y descansar, estaba a punto de perder la paciencia. Pero no me quejé porque ya sabía la respuesta: “¡Aaah, fuerah pedió muedte!”.
                Por fin, sin más contratiempos, pudimos llegar a La Comella, alguno con la idea de volver a salir después de cenar y ver el partido de baloncesto de España pero luego, como ya era de esperar, se enfriaron las ganas y, después de la cena (algo con arroz) optamos por ver allí el encuentro y descansar. Por cierto, perdió España en un partido nefasto.

3ª Jornada
                El martes por la mañana nos tomamos un respiro tras la dura jornada del día anterior. Después de desayunar bajamos a la ciudad para dar una vuelta y hacer unas compras. En Andorra La Vella puedes ir de tiendas  o entrar en algún banco para sacar dinero e ir de tiendas. Nuestra intención para este día era realizar nuestra primera via ferrata por la tarde, después de comer, de modo que compramos algunos bocadillos en un supermercado para almorzar en el campo al pie de la montaña.
                Como suele ocurrir, aunque esta vez no fue culpa de las mujeres, las compras se alargaron más de lo debido y, al menos yo, estaba desfallecido y más cuando vi a un chaval al que le caían de la boca las tiras de queso derretido de un pedazo de pizza que se estaba comiendo.  La boca se me hacía agua y no pude evitar proponer que entráramos en algún sitio a pedir una. Desgraciadamente, aunque algunos estuvieron de acuerdo, Mariano no había oído la propuesta e imperó su criterio, como jefe de la expedición que era, de continuar con el plan establecido previamente. El asunto de la pizza fue motivo de broma durante todo el día aunque al final el deseo se resarciría ampliamente. Pero no adelantemos acontecimientos.
                Nos paramos a almorzar en una pequeña área de descanso junto a una curva de la carretera. No era una pizza italiana pero, con el hambre que llevábamos, el bocadillo y un vasito de vino nos supieron a gloria.
                Al fin, después de dejar la furgoneta aparcada y repartirnos el material, llegamos, tras una breve aproximación, a nuestra primera via ferrata, la de Segudet, para algunos la primera de este viaje, para otros la primera de nuestra vida.
                Antes de empezar un pequeño contratiempo. Santi, con su proverbial despiste, olvidó el arnés en el coche y además cayó las llaves entre las rendijas de un pequeño paso de madera sobre un riachuelo. Afortunadamente el incidente no pasó de un pequeño susto y pudimos iniciar al fin el “ataque” a la pared.
                Arnés, mosquetón, ocho, cabo de anclaje, casco, línea de vida... Eran tantas las palabras nuevas que tenía que asimilar y los detalles a los que debía atender que a penas me dio tiempo a pensar en la pared que teníamos por delante.
                Mariano inició la marcha y yo detrás de él. Sus experiencia y seguridad me daban confianza. Iba siguiendo sus pasos y sus instrucciones sin pararme a calibrar los posibles riesgos y la altura a la que estábamos subiendo. Detrás oía las bromas de los demás compañeros: Paco, Miguel, Marta, Santi y José Antonio. Había que seguir hasta la cumbre, ya no había marcha atrás. Mantuve la concentración en lo que tenía que hacer: desenganchar los cabos, pasos cortos, enganchar los cabos, no hacer fuerza excesiva con los brazos, descansar sobre los pies, respirar, relajarse...
                Al cabo de un rato, ya casi hecho a la rutina y un poco más relajado, me atreví a mirar hacia abajo y contemplé la posición y la altura a la que estábamos. Mejor no pararse a pensar y continuar mirando hacia adelante. Casi sin darnos cuenta estábamos arriba, y después de superar un tramo lateral accedimos a la salida.
                ¡Lo habíamos conseguido! Me inundó un sentimiento de alivio y satisfacción. Me sentía relajado y contento por haber superado aquel reto. Nunca antes aprecié tanto la tierra firme, como un marino al regresar al puerto después de una tormenta. Poner los pies en el suelo, ya veis con que poco se puede disfrutar.
                Cuando todos los compañeros hubieron llegado, nos felicitamos y descansamos un momento iniciamos el descenso, ahora bajando tranquilamente por un camino seguro entre los árboles, pinos en su mayor parte, hasta donde nos esperaba de nuevo pacientemente nuestro coche. En la bajada nos cruzamos con un grupo  sorprendente de chicas “chuli urdin”, o sea, seguidoras del equipo de la Real Sociedad de San Sebastián. Lo supimos porque todas llevaban puesta la camiseta del equipo donostiarra.
                Llegamos a la ciudad sin contratiempos y, antes de subir al albergue, paramos un rato en el centro. Unos necesitaban ir a comprar algún regalo para la familia y otros, yo entre ellos, buscamos un bar para tomar una buena cerveza después del esfuerzo y el calor sufrido en la ascensión. Marta y Miguel decidieron irse directamente al albergue. Como eran los más jóvenes estarían muy cansados.
 Encontramos un barecillo de ambiente popular, con clientela marroquí en su mayor parte, regentado por un portugués simpático, en el que saciamos ampliamente nuestra sed ante unas enormes jarras de cerveza, Sagres por supuesto.
                Tras la barra un curioso bando municipal informaba de una Ley de Vagancia y Escándalo público que nos hizo reflexionar sobre los límites en los que debíamos movernos antes de continuar refrescándonos la garganta.
                Desde el mediodía teníamos un tema pendiente: la pizza que había servido de broma durante toda la tarde. De modo que mis compañeros tuvieron la deferencia de satisfacer mis deseos frustrados y buscamos luego una pizzería. Cerca encontramos una a cargo de una mujer francesa y sin embargo extrovertida. La larga espera desde la mañana mereció la pena y comimos pizza hasta hartarnos, no sé si tanta como cerveza. Las jarras empezaban a cubrir la mesa y nuestras risas llamaban ya un poco la atención del personal. Una simpática camarera se ofreció a retirar las jarras vacías para que no se notara tanto la procedencia de nuestra escandalosa alegría española.
                Salimos contentos, aunque el clavo fue considerable, al fresco de la noche. En nuestras caras se reflejaba una sonrisilla tonta que denotaba ya cierta falta de control, lo que me hizo recordar el bando municipal que habíamos visto en el bar del portugués. Al poco rato, Miguel, ya más descansado, bajó a recogernos, antes de que alguna autoridad se hubiera sentido tentada a aplicárnoslo.

4ª Jornada.-
                Afrontamos la jornada más intensa de las que habíamos programado para este viaje: la subida a la Cresta del Pessons a 2.865 m.
                Salimos temprano ya que nos esperaba un largo trayecto por carretera hasta la estación de esquí de Gran Valira, donde comenzaríamos la ascensión. Llegamos sin dificultad y empezamos a subir por una de las pistas, en esta época del año, sin nieve. El camino resulta espectacular y no muy complicado, atravesando un impresionante “circo” rocoso salpicado de lagos de agua transparente, pero fría como ella sola. A pesar del intenso calor no hubo ningún valiente que pasara más allá de refrescarse la cara.
                El último tramo hasta la cumbre se hizo duro. El paisaje cambió y nos enfrentamos a una cuesta en zig zag interminable, desarbolada y seca. Tenía gran cantidad de cantos y rocas sueltas en el suelo, por lo que debíamos estar muy pendientes de que alguno de los montañeros que subían delante de nosotros o los que bajaban no desprendieran alguna y pudiéramos sufrir un accidente. Y así ocurrió.
                Un perro, que bajaba corriendo a toda prisa delante de sus dueños, pisó el borde del camino y varias rocas que se desprendieron bajaron, aumentando progresivamente su velocidad, en dirección a nosotros, haciendo imprevisible su trayectoria al ir chocando contra el suelo. Esquivé una de ellas, o ella me esquivó a mí, pasando a escasos centímetros de mi pierna. Afortunadamente todo quedó en un pequeño sobresalto.
                Al continuar, otro  casual encuentro, como ocurrió en el Comapedrosa, volvió a desmitificar lo arriesgado de nuestra aventura. En mitad  de la cuesta, cargado con un mochilón enorme, nos encontramos a un muchacho que subía sólo. Ya eso me pareció de valientes, pero lo tremendo del caso era que el tipo lo hacía llevando ¡dos muletas! Eso sí que tenía mérito. Era de Alcalá de Henares, y se veía necesitado de conversación. Enseguida empatizó con nosotros y nos fue contando cosas durante todo el trayecto hasta la cima. Por lo visto había quedado con unos amigos pero, finalmente, ninguno le había acompañado. No sé si se lo quitaron de encima por no aguantar su tabarra. (Perdonad la maldad).
                Al saber que éramos de Huelva nos hizo una pregunta sorprendente:
-        ¿Siguen por allí los managers?
                Hasta pasado un buen rato no fui capaz de deducir que se refería a una canción, ya muy antigua, de Kiko Veneno, que decía:
                “Teníamos unos managers que eran de Huelva...”
                En muchas ocasiones la realidad supera a la ficción. No se me ocurre otra cosa para definir lo absurdo de la situación.
                Entre estas conversaciones y otras sobre vinos, y no sé sobre cuantas cosas más, coronamos la cumbre. El espectáculo era imponente: un mar de cordilleras, picos, nubes y lagos nos rodeaban hasta el infinito. La sensación de estar en la cima del mundo, por encima de cualquier preocupación cotidiana, reconforta el esfuerzo realizado.
                Pero como el ser humano es insaciable y nunca nada nos es suficiente, después de un breve descanso, “iniciamos” la actividad montañera en sí. Lo que habíamos hecho hasta allí era una mera aproximación. La actividad consistía en atravesar aquellos picos andando sobre sus crestas, cuestión más propia de cabras montesas de alta montaña que de personas razonables, por más señas habituadas a la altura del mar.
                No resultó tan difícil subir las crestas o arrastrarse por ellas, aunque un descuido podía hacerte decir adiós a todos tus problemas. Lo complicado  era bajarlas observando el vacío allá abajo y sin poder ver bien dónde colocar los pies. A esto se le llama “destrepe”, aéreo por más señas, y aunque utilizamos la cuerda para mayor seguridad, se me hacía un nudo en el pecho y la preocupación me hacía temblar las piernas. Y creo que no era yo el único que experimentaba esa sensación. Santi acertó a definir la situación con la frase adecuada:  – ¿Qué necesidad hay?  Y se acordó de la mujer y los niños que había dejado en casa.
                El último destrepe fue especialmente peligroso. Bajamos por una “canal”, inclinada a mala idea y resbaladiza debido a la tierra y piedras sueltas del suelo, que conducía directamente al abismo. Para mi forma de verlo, de manera insensata, los compañeros que me precedían bajaron sin cuerda. Yo le pedí a Mariano que asegurara un cabo porque no las tenía todas conmigo. Nunca me he arrepentido de hacerlo. Llamadme exagerado pero tengo la impresión de que ese gesto me salvó la vida.
                Por fin salimos a campo abierto y al mirar desde abajo pudimos comprobar lo peligroso del descenso. Desde ese momento adoptamos una frase que se convirtió en un lema: “Pa vernos matao”.
                Iniciamos una interminable bajada hasta la estación de esquí donde nos esperaba nuestra furgoneta armada de paciencia y tal vez atónita ante lo impredecible del espíritu humano. Realizando el recorrido inverso de la mañana llegamos al albergue exhaustos pero con la sensación de haber vivido una experiencia inigualable. Por el momento.
                Antes de irnos a dormir aún nos quedaron energías para jugar unas partidillas de ping pong en el salón de Tv. Ya os digo, somos incansables.

5ª Jornada.
                Comenzamos el penúltimo día de nuestro viaje un poco tarde teniendo en cuenta el largo camino que nos quedaba hasta nuestro siguiente objetivo: la ferrata Regina, ya en la provincia de Lleida.
                Cruzamos la frontera dejando atrás, con cierta nostalgia, el  principado, no sin antes detenernos en un centro comercial junto a una gasolinera para adquirir los últimos regalos para la familia. El tabaco era barato y compré dos cartones. No tuvimos problemas en la aduana. La guardia civil nos permitió el paso sin detenerse, afortunadamente, a inspeccionar el vehículo; no es que lleváramos nada ilegal pero con la cantidad de equipo que transportábamos hubiéramos echado allí la mañana.
                El problema surgió más adelante. Un camión contenedor había volcado en la carretera y se produjo una caravana interminable. Nos armamos de paciencia mientras algunos conductores, a pesar de las advertencias de la guardia civil, se bajaban imprudentemente de sus vehículos para dar cada uno su particular versión sobre los motivos del atasco y proponer las soluciones más adecuadas para resolverlo. Estamos en España y aquí no hay obra o accidente que no cuente con la experta opinión de numerosos observadores.
                Hacía un calor insoportable. Ola de calor en toda España y parados en la carretera bajo el sol. Ocho personas bajo la chapa de una furgoneta sin aire acondicionado. Un aspersor de riego en una plantación junto a la carretera alivió un poco, con su chorro intermitente, nuestra espera. Poco a poco la caravana comenzó a moverse a través de un desvío por un carril de tierra y pudimos continuar nuestro viaje.
                Era ya mediodía cuando llegamos a las cercanías de la Regina. Lo prudente era buscar un lugar a la sombra y alimentarnos un poco para afrontar luego nuestro último reto. Paramos el coche en una carretera en vía muerta bajo la impresionante mole de la pared por la que un rato después ascenderíamos.
                Después de comer y prepararnos con todo el equipo afrontamos la aproximación a la vía ferrata.  Como dice Jara, era el día más caluroso de la historia del hombre. El sudor nos corría a chorros por el cuerpo y los cascos hervían, literalmente, sobre nuestras cabezas. No recuerdo haber vivido una situación tan sofocante en toda mi vida. Por ventura el primer tramo por el que teníamos que ascender estaba en sombra a esa hora del día.
                Iniciamos el ataque con cierta dificultad. El primer escalón de la via estaba situado a una altura considerable y resultó difícil acceder a él sin haber colocado un estribo. Entre el calor de la aproximación, la dificultad del comienzo y la experiencia ya acumulada de la primera ferrata yo estaba más nervioso que la vez anterior.  La Regina estaba algo descuidada y presentaba tramos “sucios” con mucha arena y piedras sueltas; algunos escalones estaban muy distanciados y ofrecían bastante dificultad para alcanzarlos.
                Mariano subía de nuevo delante de mí y hubo algunos momentos en los que necesité que me echara una mano para poder superar algunas barreras. Detrás subían un poco lentos. Paco se veía también con dificultades para sortear ciertos tramos y en su cara se reflejaba el esfuerzo que la ascensión le estaba suponiendo.
                Al llegar a la cima del primer tramo respiramos aliviados. Por delante “solo” nos quedaba cruzar un puente himalayo y una pared vertical a pleno sol y a una altura desde la que apenas podían apreciarse los coches que cruzaban por la autovía allá abajo.
                Paco y yo consideramos que como experiencia ya habíamos tenido suficiente. Aquel era un buen momento y lugar para descender y esperar luego a los que desearan continuar. Mariano, el jefe de la expedición, estuvo también de acuerdo, sobre todo debido al tremendo calor que hacía, y, después de un breve intercambio de opiniones, todos decidimos bajar; no sin que antes los más audaces, Marta incluida por supuesto, probaran a cruzar el puente.
                El descenso fue rápido debido a la inclinación de la cuesta de salida y a lo resbaladizo del suelo que casi nos obligaba a bajar corriendo, sujetándonos a las ramas de los árboles y arbustos que bordeaban el camino. Todos llegamos abajo sin mayores incidencias. Poco después, tras un breve recorrido en el coche, llegamos al camping donde habíamos previsto pasar la noche antes de iniciar el regreso a casa.
                Sin embargo volvió a surgir ese espíritu inconformista que siempre nos acompaña. Como aún era temprano, algunos compañeros sugirieron adelantar algunas horas del camino para llegar antes a casa y atender algunas actividades pendientes. Confieso que mi abnegación no da para tanto. No podía creer que, después de una jornada tan sofocante como la que habíamos vivido, encontráramos aquel oasis, con su bar, su jardín y su increible piscina, y sin embargo decidiéramos dejarlo todo para adelantar unas horas y después quedarnos a dormir no sabíamos dónde.
                Afortunadamente imperó la cordura y la valiosa opinión de nuestro guía, al que no se lo agradeceré nunca suficientemente.
                La tarde-noche fue increible. Disfrutamos de la piscina como niños y luego de una cena en plan muy familiar en la penumbra del jardín atendidos por Adri, el más solícito camarero que pueda imaginarse, ayudado por algunas niñas de la familia no muy diestras en el servicio.
                La velada resultó estupenda. Disfrutamos con algunos vídeos divertidos a través del móvil y, sobre todo de la interpretación de algunos sketches de Faemino y Cansado por parte de Miguel, que me pareció genial. Sólo una pequeña sombra de tristeza que observé en los ojos de Marta enturbió un poco aquel idilio. Pero tal vez solo fueran cosas mías que me estaré haciendo viejo y ya no sé distinguir entre la tristeza y el cansancio.

Última jornada.-
                A la mañana siguiente tomamos definitivamente el camino de regreso después de unos días en los que, al menos yo, había vivido, a mi edad, experiencias inéditas en mi vida. Por delante casi mil kilómetros enlatados en la incansable furgoneta de Mariano, bajo un sol de justicia, algo aliviados por un sistema de riego improvisado con un agujerito en una botella de agua.
                Turnos de conducción, conversación, sueño, riego y un par de paradas para comer, en un pequeño bar-restaurante, a la salida de un polígono de naves industriales, donde pudimos degustar unos estupendos “bistecs” de pollo, y otra para tomar algún café y refrescos mientras veíamos en TV otro partido de España en el mundial de baloncesto.
                Al atardecer estábamos ya en la provincia de Badajoz, donde la familia de Paco, M. Carmen, su mujer, y sus hijos Marta y Enrique le esperaban con los brazos abiertos, encantados de volver a verle sano y salvo. Fue un encuentro reconfortante; yo ya presentía que el mio no sería tan amable.
                Paco se quedó y los demás continuamos el viaje hasta Aracena a donde llegamos ya entrada la noche. Tras una emotiva despedida, con cervecita incluida en el P'tasca, cada uno puso rumbo para continuar con su vida después del paréntesis de aquellos intensos días vividos entre la tierra y el cielo de Andorra.
                Al llegar a casa, bastante cansado, aún me quedaron que hacer algunas gestiones, no por esperadas menos fastidiosas, pero no me atreví a protestar intuyendo la respuesta:

               
¡ Aaah, fuerah pedío muedte!

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